Mi amigo Javier Entonado me envía estas palabras acerca del ruido del libro «El nuevo paisaje sonoro» de R. Murray Schaffer:
“Es cierto que hay mucha gente que no son sensibles al ruido; pero esos son precisamente los que tampoco son sensibles al argumento, o al pensamiento, o a la poesía, o al arte, en una palabra: a cualquier tipo de influencia intelectual.
La razón de esto es que el tejido de sus cerebros es de una calidad muy tosca y ordinaria. Por otro lado, el ruido es una tortura para la gente intelectual”.
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El Ruido y la Improvisación Libre
Max Black, de Heiner Goebbels, es una pieza o dispositivo musical de palabras y ruido, fuego y luz, y espacios múltiples; el protagonista es un científico (el actor André Wilns) que habla palabras de poetas y filósofos, y manipula artefactos en su laboratorio.
Todos los objetos disponen de sensores de sonido, también la ropa del científico. El axioma de la obra podría ser: movimiento significa ruido (sonido), los gestos suenan, los objetos suenan, un músico con un sampler (Markus Hechtle) recoge toda esta «información» en tiempo real y participa de la creación: repeticiones, ampliaciones, amplificaciones, citas, yuxtaposiciones, clústers…
La obra también integra ruidos de explosión por medio de pirotecnia (¿sublimación en música de otras explosiones ‘demasiado’ reales? ¿Por qué son tabú en música los ruidos de explosión?).
La única imagen acústica reconocible en toda la obra como sonido «demasiado» musical sería cuando el actor- científico, en un momento de calma tras la tormenta (el ruido), pone en funcionamiento un tocadiscos con su disco de vinilo en el que suena el Trío de Ravel: una música lejana, grabada, melancólica.
El dolor de la codificación musical, el salvajismo de la industria cultural, la música (la «información») reconocible e identificable hace su aparición como reposo y bálsamo, como consonancia y vuelta a casa después de tanto ruido.
Al final de la obra se abren las puertas de emergencia del teatro para que corra el aire, y aparezcan los exteriores benéficos, más allá de la atmosfera viciada, codificada de los interiores, del teatro, de la sala de conciertos.
El camino que lleva de la consonancia a la disonancia, y de ésta al ruido. La consonancia: sonidos que se llevan bien, que se entienden entre ellos, que se juntan, que suenan bien.
La disonancia (o asonancia): sonidos que se llevan mal, sin armonía, que se pelean, que chocan, que suenan mal. Este suenan mal ya roza el ruido, ya suena a margen de río presto a romperse.
“Es cierto que hay mucha gente que no son sensibles al ruido” (Murray Schaffer): sí, es verdad, hay mucha gente insensible a lo irreal que comporta el ruido (imagen poética) en el momento que se (nos) libera de los sonidos ‘demasiado’ musicales.
“…el oído fetal desarrolla la capacidad de orientarse activamente en su entorno de ruidos, constante y efectivamente invasivo, por medio de una arbitraria y vivaz escucha, atenta unas veces y desatenta otras.
Como Tomatis no se cansa de poner de relieve, la estancia del niño en el seno materno sería insoportable sin la capacidad discriminativa de desatender y tamizar grandes ámbitos de ruido, dado que los sonidos del corazón y los ruidos de la digestión de la madre, escuchados desde la mayor proximidad, son equiparables a los de una obra en la que se trabaja día y noche o a los de un bar repleto de gente”. (Peter Sloterdijk)
El sueño del ruido como sonido en bruto, sonido irregular, no regulado. El sueño de una música pobre liberada de la música rica. La grabadora: el registro indiscriminado, la improvisación radical, el caos total.
“Por otro lado, el ruido es una tortura para la gente intelectual” (Murray Schaffer): Peter Kien (el intelectual anti-héroe de la novela «Auto de fe» de Elías Canetti) “no puede admitir la existencia de rumores, del murmullo vital incesante e indistinto, del zumbido de lo múltiple: tiene que aprisionar este ruido, seccionarlo en imágenes acústicas netas y precisas, articularlo en significantes cosificados, que tan bien domina y que constituyen los únicos instrumentos de su poder”. (Claudio Magris)
Ha habido, hay, y siempre habrá intelectuales dogmáticos y anti- intelectuales dogmáticos. El músico químicamente puro y celoso de su jerga es las más de las veces un anti-intelectual dogmático.
El problema del dogma (del dogmático) es que siempre quiere tener razón, y esto le hace ponerse serio, muy serio.
Quien quiere tener siempre la razón es un malhumorado, es alguien muy preocupado del cerco de su jardín, y es alguien que excluye y niega a quien piensa diferente.
“Aquí estoy yo”, “aquí mando yo y punto”, “aquí se hace lo que yo digo”, aquí, aquí, aquí, en este lugar, en este agujero, en esta espiral centrípeta hacia el centro del mundo.
La música mortalmente seria quiere tener siempre razón, mandar, dominar, ganar, hacer callar. Le haría falta ruido, mucho ruido, el ruido del humor, el ruido de las palabras. Ruido que es pus putrefacto en las heridas de la música infecta.
Texto: Miquel Ángel Marín