Extraido de LCM nº13 (Sep-Oct 2012) – por Alonso Torres
La noche es una profesión en el músico (especie de sacerdote de “algo”), y también es una procesión, …la noche, digo. Una procesión de personajes y de hechos, y sé que no estoy en la mejor de las posiciones posibles (a priori) si hablo de “música clásica” (esa que Baricco, Alessandro, catalogó como “reservata”) como ejemplo de nocturnidad… digo, que a priori, la música clásica no es la más apropiada para relatar sobre nocturnidades, pues es cosa notoria y sabida, que l@s más golf@s son l@s integrantes de la parroquia del R’N`R (y derivados, y derivaadooss), y yo solo soy un pobre cantante lírico (muy tradicional, peregrino en tierra de infieles) y me acuesto a las ocho (a las ocho de la mañana cuando puedo, claro).
Dos muestras, dos, sobre lo mal que lo pasan los clásicos. Primera, el otro día estaba con la hija pequeña de un conocido y reputadísimo director de cine norteamericano (piernas largas como mis intenciones y “curvas como mis pensamientos”), Beerty (y omito el nombre de su padre por la posible denuncia que me puede caer si escribo sobre ella), y con la gran “pàpa” después de un concierto con obras de Haynd (“nada malo puede suceder escuchando a Haynd” dijo alguien), Beethoven (una estatuita del genial compositor hay sobre cada uno de los tres pianos con los que ensayo) y Schubert (que se jodan l@s relamid@s que dicen que alguna de sus obras es “demasiado extensa”), una de las integrantes de la Orquesta Sinfónica de Uruguay cayó ante nosotros mientras bailoteaba a Sean Paul; la dejamos ahí, tirada, dormida, ella se lo había buscado, pensamos (menos mal que había un profesional de la barra y la sacó, la metió en un taxi y le robó el microfilm, o el chello), nosotros (Beerty y yo) a lo nuestro (beber, charlar, reír, ¿ligar?)… Sí, ya lo sé, los gigantescos pedos (acompañados por setas) ya no están de moda, o no son nada extraño, pero qué quieren que les diga, allí, con la tipa de piernas curvas y largas, rodeado de músicos/as de primera categoría, muchos salidos de las Escuelas Abreu… para mí, pobre clásico, tiene su “aquel”.
Segundo ejemplo de lo mal que se lo pasan los clásicos (con nocturnidad y alevosía). No había terminado la noche, pero en la claraboya del garito en cuestión (donde se había caído la chelista), como escribiera el genial Cortazar (“sobrevalorado”, según preclaras mentes), <<empezaba a expandirse el semen de la madrugada>>, y alguien propuso ir a no sé dónde, y propios y extraños acabamos en renacentista palacete. Por arte de birlibirloque, cuando no sabía cómo salir de allí (todo el pescao estaba ya vendío), y abriendo puertas al final de inmensos pasillos (la de las piernas largas y curvas se me había desaparecido), entré en una habitación de techos altos y artesonados de madera formando un gran laberinto (posse que sí, posse que no), y con las Variaciones Golberg como música de fondo (lo juro), en un sillón, a la de las piernas curvas y largas, le estaban haciendo un cunilíngüis (supongo que maravilloso, pues gemía). Mi amigo Guy Tremont levantó la cabeza y me dijo, “bon amí, esperiens místiq, místiq!!”, y volvió al asunto.
Todo esto ocurrió este verano en una población extremeña muy conocida por su historia y por alguno de sus hijos (que a América se fue; aquí eran porqueros, allí, Conquistadores), y que a partir de ahora será conocida, también (eso espero), por su Festival Musical (hiperclásico y privado).